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La Esencia del Neoliberalismo

Posted in Temas Generales by Eli Valencia on septiembre 15, 2009

Pierre Bourdieu
Profesor del Collège de France

Como lo pretende el discurso dominante, el mundo económico es un orden puro y perfecto, que implacablemente desarrolla la lógica de sus consecuencias predecibles y atento a reprimir todas las violaciones mediante las sanciones que inflige, sea automáticamente o —más desusadamente— a través de sus extensiones armadas, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y las políticas que imponen: reducción de los costos laborales, reducción del gasto público y hacer más flexible el trabajo. ¿Tiene razón el discurso dominante? ¿Y qué pasaría si, en realidad, este orden económico no fuera más que la instrumentación de una utopía —la utopía del neoliberalismo— convertida así en un problema político? ¿Un problema que, con la ayuda de la teoría económica que proclama, lograra concebirse como una descripción científica de la realidad?.

Esta teoría tutelar es pura ficción matemática. Se fundó desde el comienzo sobre una abstracción formidable. Pues, en nombre de la concepción estrecha y estricta de la racionalidad como racionalidad individual, enmarca las condiciones económicas y sociales de las orientaciones racionales y las estructuras económicas y sociales que condicionan su aplicación.

Para dar la medida de esta omisión, basta pensar precisamente en el sistema educativo. La educación no es tomada nunca en cuenta como tal en una época en que juega un papel determinante en la producción de bienes y servicios tanto como en la producción de los productores mismos. De esta suerte de pecado original, inscrito en el mito walrasiano (1) de la «teoría pura», proceden todas las deficiencias y fallas de la disciplina económica y la obstinación fatal con que se afilia a la oposición arbitraria que induce, mediante su mera existencia, entre una lógica propiamente económica, basada en la competencia y la eficiencia, y la lógica social, que está sujeta al dominio de la justicia.

Dicho esto, esta «teoría» desocializada y deshistorizada en sus raíces tiene, hoy más que nunca, los medios de comprobarse a sí misma y de hacerse a sí misma empíricamente verificable. En efecto, el discurso neoliberal no es simplemente un discurso más. Es más bien un «discurso fuerte» —tal como el discurso siquiátrico lo es en un manicomio, en el análisis de Erving Goffman (2). Es tan fuerte y difícil de combatir solo porque tiene a su lado todas las fuerzas de las relaciones de fuerzas, un mundo que contribuye a ser como es. Esto lo hace muy notoriamente al orientar las decisiones económicas de los que dominan las relaciones económicas. Así, añade su propia fuerza simbólica a estas relaciones de fuerzas. En nombre de este programa científico, convertido en un plan de acción política, está en desarrollo un inmenso proyecto político, aunque su condición de tal es negada porque luce como puramente negativa. Este proyecto se propone crear las condiciones bajo las cuales la «teoría» puede realizarse y funcionar: un programa de destrucción metódica de los colectivos.

El movimiento hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto es posible mediante la política de derregulación financiera. Y se logra mediante la acción transformadora y, debo decirlo, destructiva de todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el Acuerdo Multilateral de Inversiones, diseñado para proteger las corporaciones extranjeras y sus inversiones en los estados nacionales) que apuntan a cuestionar cualquiera y todas las estructuras que podrían servir de obstáculo a la lógica del mercado puro: la nación, cuyo espacio de maniobra decrece continuamente; las asociaciones laborales, por ejemplo, a través de la individualización de los salarios y de las carreras como una función de las competencias individuales, con la consiguiente atomización de los trabajadores; los colectivos para la defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; incluso la familia, que pierde parte de su control del consumo a través de la constitución de mercados por grupos de edad.

El programa neoliberal deriva su poder social del poder político y económico de aquellos cuyos intereses expresa: accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores y socialdemócratas que han sido convertidos en los subproductos tranquilizantes del laissez faire, altos funcionarios financieros decididos a imponer políticas que buscan su propia extinción, pues, a diferencia de los gerentes de empresas, no corren ningún riesgo de tener que eventualmente pagar las consecuencias. El neoliberalismo tiende como un todo a favorecer la separación de la economía de las realidades sociales y por tanto a la construcción, en la realidad, de un sistema económico que se conforma a su descripción en teoría pura, que es una suerte de máquina lógica que se presenta como una cadena de restricciones que regulan a los agentes económicos.

La globalización de los mercados financieros, cuando se unen con el progreso de la tecnología de la información, asegura una movilidad sin precedentes del capital. Da a los inversores preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones la posibilidad de comparar permanentemente la rentabilidad de las más grandes corporaciones y, en consecuencia, penalizar las relativas derrotas de estas firmas. Sujetas a este desafío permanente, las corporaciones mismas tienen que ajustarse cada vez más rápidamente a las exigencias de los mercados, so pena de «perder la confianza del mercado», como dicen, así como respaldar a sus accionistas. Estos últimos, ansiosos de obtener ganancias a corto plazo, son cada vez más capaces de imponer su voluntad a los gerentes, usando comités financieros para establecer las reglas bajo las cuales los gerentes operan y para conformar sus políticas de reclutamiento, empleo y salarios.

Así se establece el reino absoluto de la flexibilidad, con empleados por contratos a plazo fijo o temporales y repetidas reestructuraciones corporativas y estableciendo, dentro de la misma firma, la competencia entre divisiones autónomas así como entre equipos forzados a ejecutar múltiples funciones. Finalmente, esta competencia se extiende a los individuos mismos, a través de la individualización de la relación de salario: establecimiento de objetivos de rendimiento individual, evaluación del rendimiento individual, evaluación permanente, incrementos salariales individuales o la concesión de bonos en función de la competencia y del mérito individual; carreras individualizadas; estrategias de «delegación de responsabilidad» tendientes a asegurar la autoexplotación del personal, como asalariados en relaciones de fuerte dependencia jerárquica, que son al mismo tiempo responsabilizados de sus ventas, sus productos, su sucursal, su tienda, etc., como si fueran contratistas independientes. Esta presión hacia el «autocontrol» extiende el «compromiso» de los trabajadores de acuerdo con técnicas de «gerencia participativa» considerablemente más allá del nivel gerencial. Todas estas son técnicas de dominación racional que imponen el sobrecompromiso en el trabajo (y no solo entre gerentes) y en el trabajo en emergencia y bajo condiciones de alto estrés. Y convergen en el debilitamiento o abolición de los estándares y solidaridades colectivos (3).

De esta forma emerge un mundo darwiniano —es la lucha de todos contra todos en todos los niveles de la jerarquía, que encuentra apoyo a través de todo el que se aferra a su puesto y organización bajo condiciones de inseguridad, sufrimiento y estrés. Sin duda, el establecimiento práctico de este mundo de lucha no triunfaría tan completamente sin la complicidad de arreglos precarios que producen inseguridad y de la existencia de un ejército de reserva de empleados domesticados por estos procesos sociales que hacen precaria su situación, así como por la amenaza permanente de desempleo. Este ejército de reserva existe en todos los niveles de la jerarquía, incluso en los niveles más altos, especialmente entre los gerentes. La fundación definitiva de todo este orden económico colocado bajo el signo de la libertad es en efecto la violencia estructural del desempleo, de la inseguridad de la estabilidad laboral y la amenaza de despido que ella implica. La condición de funcionamiento «armónico» del modelo microeconómico individualista es un fenómeno masivo, la existencia de un ejército de reserva de desempleados.

La violencia estructural pesa también en lo que se ha llamado el contrato laboral (sabiamente racionalizado y convertido en irreal por «la teoría de los contratos»). El discurso organizacional nunca habló tanto de confianza, cooperación, lealtad y cultura organizacional en una era en que la adhesión a la organización se obtiene en cada momento por la eliminación de todas las garantías temporales (tres cuartas partes de los empleos tienen duración fija, la proporción de los empleados temporales continúa aumentando, el empleo «a voluntad» y el derecho de despedir un individuo tienden a liberarse de toda restricción).

Así, vemos cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad en una suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso sobre los gobernantes. Como el marxismo en un tiempo anterior, con el que en este aspecto tiene mucho en común, esta utopía evoca la creencia poderosa —la fe del libre comercio— no solo entre quienes viven de ella, como los financistas, los dueños y gerentes de grandes corporaciones, etc., sino también entre aquellos que, como altos funcionarios gubernamentales y políticos, derivan su justificación viviendo de ella. Ellos santifican el poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que requiere de la eliminación de barreras administrativas y políticas capaces de obstaculizar a los dueños del capital en su procura de la maximización del lucro individual, que se ha vuelto un modelo de racionalidad. Quieren bancos centrales independientes. Y predican la subordinación de los estados nacionales a los requerimientos de la libertad económica para los mercados, la prohibición de los déficits y la inflación, la privatización general de los servicios públicos y la reducción de los gastos públicos y sociales.

Los economistas pueden no necesariamente compartir los intereses económicos y sociales de los devotos verdaderos y pueden tener diversos estados síquicos individuales en relación con los efectos económicos y sociales de la utopía, que disimulan so capa de razón matemática. Sin embargo, tienen intereses específicos suficientes en el campo de la ciencia económica como para contribuir decisivamente a la producción y reproducción de la devoción por la utopía neoliberal. Separados de las realidades del mundo económico y social por su existencia y sobre todo por su formación intelectual, las más de las veces abstracta, libresca y teórica, están particularmente inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.

Estos economistas confían en modelos que casi nunca tienen oportunidad de someter a la verificación experimental y son conducidos a despreciar los resultados de otras ciencias históricas, en las que no reconocen la pureza y transparencia cristalina de sus juegos matemáticos y cuya necesidad real y profunda complejidad con frecuencia no son capaces de comprender. Aun si algunas de sus consecuencias los horrorizan (pueden afiliarse a un partido socialista y dar consejos instruidos a sus representantes en la estructura de poder), esta utopía no puede molestarlos porque, a riesgo de unas pocas fallas, imputadas a lo que a veces llaman «burbujas especulativas», tiende a dar realidad a la utopía ultralógica (ultralógica como ciertas formas de locura) a la que consagran sus vidas.

Y sin embargo el mundo está ahí, con los efectos inmediatamente visibles de la implementación de la gran utopía neoliberal: no solo la pobreza de un segmento cada vez más grande de las sociedades económicamente más avanzadas, el crecimiento extraordinario de las diferencias de ingresos, la desaparición progresiva de universos autónomos de producción cultural, tales como el cine, la producción editorial, etc., a través de la intrusión de valores comerciales, pero también y sobre todo a través de dos grandes tendencias. Primero la destrucción de todas las instituciones colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la máquina infernal, primariamente las del Estado, repositorio de todos los valores universales asociados con la idea del reino de lo público. Segundo la imposición en todas partes, en las altas esferas de la economía y del Estado tanto como en el corazón de las corporaciones, de esa suerte de darwinismo moral que, con el culto del triunfador, educado en las altas matemáticas y en el salto de altura (bungee jumping), instituye la lucha de todos contra todos y el cinismo como la norma de todas las acciones y conductas.

¿Puede esperarse que la extraordinaria masa de sufrimiento producida por esta suerte de régimen político-económico pueda servir algún día como punto de partida de un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo? Ciertamente, estamos frente a una paradoja extraordinaria. Los obstáculos encontrados en el camino hacia la realización del nuevo orden de individuo solitario pero libre pueden imputarse hoy a rigideces y vestigios. Toda intervención directa y consciente de cualquier tipo, al menos en lo que concierne al Estado, es desacreditada anticipadamente y por tanto condenada a borrarse en beneficio de un mecanismo puro y anónimo: el mercado, cuya naturaleza como sitio donde se ejercen los intereses es olvidada. Pero en realidad lo que evita que el orden social se disuelva en el caos, a pesar del creciente volumen de poblaciones en peligro, es la continuidad o supervivencia de las propias instituciones y representantes del viejo orden que está en proceso de desmantelamiento, y el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales, así como todas las formas de solidaridad social y familiar. O si no…

La transición hacia el «liberalismo» tiene lugar de una manera imperceptible, como la deriva continental, escondiendo de la vista sus efectos. Sus consecuencias más terribles son a largo plazo. Estos efectos se esconden, paradójicamente, por la resistencia que a esta transición están dando actualmente los que defienden el viejo orden, alimentándose de los recursos que contenían, en las viejas solidaridades, en las reservas del capital social que protegen una porción entera del presente orden social de caer en la anomia. Este capital social está condenado a marchitarse —aunque no a corto plazo— si no es renovado y reproducido.

Pero estas fuerzas de «conservación», que es demasiado fácil de tratar como conservadoras, son también, desde otro punto de vista, fuerzas de resistencia al establecimiento del nuevo orden y pueden convertirse en fuerzas subversivas. Si todavía hay motivo de abrigar alguna esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente existen, tanto en las instituciones del Estado como en las orientaciones de los actores sociales (notablemente los individuos y grupos más ligados a esas instituciones, los que poseen una tradición de servicio público y civil) que, bajo la apariencia de defender simplemente un orden que ha desaparecido con sus correspondientes «privilegios» (que es de lo que se les acusa de inmediato), serán capaces de resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir un nuevo orden social. Uno que no tenga como única ley la búsqueda de intereses egoístas y la pasión individual por la ganancia y que cree espacios para los colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente logrados y colectivamente ratificados.

¿Cómo podríamos no reservar un espacio especial en esos colectivos, asociaciones, uniones y partidos al Estado: el Estado nación, o, todavía, mejor, al Estado supranacional —un Estado europeo, camino a un Estado mundial— capaz de controlar efectivamente y gravar con impuestos las ganancias obtenidas en los mercados financieros y, sobre todo, contrarrestar el impacto destructivo que estos tienen sobre el mercado laboral. Esto puede lograrse con la ayuda de las confederaciones sindicales organizando la elaboración y defensa del interés público. Querámoslo o no, el interés público no emergerá nunca, aun a costa de unos cuantos errores matemáticos, de la visión de los contabilistas (en un período anterior podríamos haber dicho de los «tenderos») que el nuevo sistema de creencias presenta como la suprema forma de realización humana.

Notas:

1. Auguste Walras (1800-66), economista francés, autor de De la nature de la richesse et de l’origine de la valeur [sobre la naturaleza de la riqueza y el origen del valor) (1848). Fue uno de los primeros que intentaron aplicar las matemáticas a la investigación económica.

2. Erving Goffman. 1961. Asylums: Essays On The Social Situation Of Mental Patients And Other Inmates [Manicomios: ensayos sobre la situación de los pacientes mentales y otros reclusos]. Nueva York: Aldine de Gruyter.

3. Ver los dos números dedicados a « Nouvelles formes de domination dans le travail » [nuevas formas de dominación en el trabajo], Actes de la recherche en sciences sociales, Nº 114, setiembre de 1996, y 115, diciembre de 1996, especialmente la introducción por Gabrielle Balazs y Michel Pialoux, « Crise du travail et crise du politique » [crisis del trabajo y crisis política], Nº 114: p. 3-4.

La Ciudad Como un Cuerpo Político

Posted in Textos de Interes para la formación by Eli Valencia on septiembre 14, 2009

Entrevista a  David Harvey

«La mayoría de los que se consideran marxistas no me consideran a mí marxista en lo más mínimo. La mayoría no presta ninguna atención a la ciudad y sólo se centra en la producción», afirma David Harvey.  En esta entrevista realizada por Mariana Canavese, en Buenos Aires, el geógrafo británico destaca la importancia de la alianza entre los barrios, los movimientos sociales y los trabajadores fabriles como protagonistas del cambio social.

Si al geógrafo David Harvey se le pidiera que trazara el mapa de su propia enunciación, diría: “Vivo en el vientre de la bestia pero interpreto que mi misión es darle a la bestia un poco de dolor de vientre de vez en cuando”. Afincado en Nueva York – su principal área de estudio-, Harvey piensa cómo funciona el mundo desde el ordenamiento territorial: los procesos a través de los cuales el capital crea paisajes, las ciudades como sitios en los que se dirimen conflictos sociopolíticos, sus habitantes como arquitectos del futuro urbano. Hilvanando geografía, historia, economía y política, y frente a las versiones espaciales de la tesis del goteo, desarrolló el concepto de “acumulación por desposesión”: una remozada dinámica de cercamiento de la propiedad comunal fundada en privatizaciones que habilitan la acumulación de capital y  desplazan, en el desarrollo urbano, los derechos colectivos por derechos individuales de propiedad y beneficio.

Con el centro porteño de fondo, tensado entre una marcha que reclama más seguridad y su contramarcha, Harvey aclarará que no estudió especialmente el caso de Buenos Aires, aunque ha leído sobre piqueteros, sabe que existen movimientos barriales y que aquí están pasando “cosas emocionantes”. Ha convocado a conquistar el derecho a disentir en espacios públicos y participa activamente en movimientos sociales estadounidenses.

Hoy afirma que la hegemonía de los Estados Unidos está declinando, que perdió relevancia política y económica y que ya no puede crear el mundo a su semejanza: “Y aunque Wall Street sigue siendo una institución central – continúa Harvey -, alrededor del 40 por ciento de las acciones que cotizan allí corresponde a extranjeros, y la mitad de la deuda estadounidense está en manos de China y Japón”. Fue en los últimos días del imperio británico, tras el estallido de la crisis de Suez en 1956, cuando él empezó a pensar críticamente el dominio imperial. En 1969 se mudó a Baltimore y, desde las entrañas de ese otro imperio, descubrió a Marx junto a un grupo de alumnos: “Habíamos escuchado decir todo tipo de cosas desagradables sobre él. Pero, cuando lo leímos, nos dimos cuenta de que era mucho más interesante y útil de lo que nadie había sugerido”.

–¿Qué implica articular geografía y marxismo?

–Hay que entender la situación que se da aquí, en Nueva York o donde sea. Después hay que tratar de comprender las fuerzas que crearon esa situación, quién estuvo a cargo de esa construcción cómo la hizo y cuáles son  las consecuencias de haber dispuesto ese medio ambiente tal como es. Para mí, esto es algo clave y es lo que veo que hace Marx cuando leo El Capital. Pero la mayoría de los que se consideran marxistas no me consideran a mí marxista en lo más mínimo. La mayoría no presta ninguna atención a la ciudad y sólo se centra en la producción. Yo nunca fui de la opinión de que el agente de la historia sea la fábrica proletaria. Siempre pensé que lo era la combinación y las alianzas entre los barrios, los movimientos sociales en materia de vivienda, salud y educación, y los movimientos de las fábricas. Los marxistas nunca fueron buenos geógrafos. Nunca entendieron los desarrollos geográficos ni las ciudades. Cuando tuvieron poder, no supieron qué hacer con el desarrollo geográfico desparejo. Hemos atravesado el último siglo, un período de enormes transformaciones, de una urbanización que pasó del 7 por ciento al 50 por ciento de la población mundial, y los marxistas actuaron como si ese enorme cambio dinámico de la población en toda la organización de la superficie de la Tierra no marcara ninguna diferencia.

–¿A qué se refiere con “desarrollo geográfico desparejo”?

–Es uno de mis términos preferidos; a través de él se mantiene el capitalismo. Si usted hubiese mirado el mundo en los años 80 y se hubiese preguntado dónde estaban las economías exitosas, habría dicho que en Alemania occidental y Japón. Y si mira ahora y se pregunta dónde están las economías exitosas, se responderá que en China ven muchos pequeños lugares como Botswana o Bangalore. En algún lugar hay una economía exitosa y se supone que todos debemos seguirla. Pero en cuanto todos la seguimos, ya no es exitosa. Esto también es aplicable a las ciudades. Si uno se pregunta cuáles son las ciudades que hoy son centros de dinamismo… En los 80, Nueva York era un lugar espantoso: el índice de delito era monstruoso, había una enorme epidemia de crack, las condiciones de vida eran horribles. Hoy Manhattan es el gran patio de recreo de los ricos y tiene mucho éxito como centro de las operaciones financieras mundiales y de las actividades transnacionales. Si uno va a Frankfurt o a Londres ve exactamente lo mismo. Pero eso también significa que es sumamente caro vivir en esas ciudades. Entonces me pregunto en qué sentido Nueva York es, hoy, una ciudad global exitosa. La respuesta es: Sí, es muy exitosa desde el punto de vista de los muy acaudalados, pero es un lugar terrible para los inmigrantes y los pobres.

–En relación con los desarrollos urbanos actuales, ligados a la lógica de los barrios cerrados y los procesos de “favelización”, ¿qué sucede con su idea de que forzar los espacios abiertos para la protesta y la contención es un derecho inalienable?

–La favelización y la creciente segregación de las ciudades son fenómenos mundiales. La tendencia a cerrar la ciudad puede verse en China – donde están construyendo barrios cerrados por todas partes – y también en Nueva York. Manhattan es, cada vez más, una comunidad cerrada. Allí el ingreso ha subido muchísimo mientras que en municipios como el Bronx, Brooklyn o Queens bajó. Hay un desarrollo geográfico desparejo de la ciudad, y con esto tiene que ver en parte e1 actual gobierno, que busca darle seguridad a Manhattan como patio de recreo. Respecto de la favelización, creo que el efecto general de las políticas neoliberales que comenzaron en los 90 fue acentuar las desigualdades sociales, agravar la pobreza absoluta e incrementar, la actividad delictiva. Esta es la historia en casi todas partes, desde México y América del Sur hasta Johannesburgo e incluso Australia. En esto también el modelo fue Nueva York. Después del ataque a Nueva York por parte de los financistas en los 70, terminamos con una gigantesca ola delictiva. En cuanto al espacio público, creo que hoy está bajo amenaza en casi todas partes. En particular en Estados Unidos, se usa la idea de que hay terrorismo para detener la protesta social y el argumento es: Bueno, no sé, podría haber algunos terroristas en medio de esto. Lo que estamos viendo es una restricción gradual del derecho a la protesta pública.

–¿Hay alguna posibilidad dé organizar las ciudades por mandato colectivo?

–Se trata de pensarla no como una ciudad de fragmentos sino como un cuerpo político, una entidad que tiene un carácter, un papel que desempeñar en la división internacional del trabajo. En Nueva York, por ejemplo, tenemos un alcalde, Michael Bloomberg, que tiene una visión de conjunto de la ciudad y la está implementando. Apunta a hacer de Nueva York una ciudad competitiva en relación al interés de la clase capitalista transnacional. No es autoritario exactamente, pero dice estar por encima de la política. Está invirtiendo en la ciudad y tiene muchos proyectos de desarrollo; le preocupa la calidad de vida, aunque no para toda la población. La está convirtiendo en una ciudad muy atractiva para el capital financiero y para los turistas. Sé que esto es un problema pero lo que digo es que al menos tiene una visión de la ciudad en su conjunto y la está llevando a cabo desde esta perspectiva de clase. Nuestro problema es por qué no podemos hacer algo similar desde una perspectiva de clase alternativa. Hay casos. Por ejemplo: se le pueden hacer muchas críticas a Porto Alegre pero allí hubo un intento de mirar la ciudad en su conjunto y decir: A través de la elaboración participativa del presupuesto podemos involucrar a toda la población en las decisiones de la construcción de la ciudad. Es una buena idea. Trae problemas, por supuesto, pero al menos en esa instancia no se tiene un movimiento social en un barrio y otro en otro barrio sino que se dice: Pensemos a la ciudad en su conjunto, veamos cómo funciona y hagámonos cargo de ella. Hay una gran diferencia entre los movimientos sociales en la ciudad y los movimientos sociales acerca de la ciudad. Hay un cambio de perspectiva y de escala. Creo que los que se producen en la ciudad, si se quedan en eso, se vuelven demasiado limitados para ser transformadores en lo político. Lo importante es que empiecen a hablar de cómo debería ser la ciudad en su conjunto. De lo contrario, son sólo movimientos engañosos.

–Usted escribió que el nuevo urbanismo reivindica la comunidad, pero en versiones como la de la Costa Este americana lo hace sólo con proyectos concebidos para dientes pudientes.

–La conformación de un grupo particular de personas y el asociarse en una idea de comunidad para hacer algo distinto es muy positivo. Lo que no me gusta es cuando nos venden como seguro algo llamado “comunidad” en donde la gente no tiene que agruparse para nada. La gente compra un lugar. Esto suele quedarse sólo en el nivel de la localidad, sin intentas establecer contacto con otras personas.

La calle es nuestra
La calle es nuestra

–¿Cómo se imagina una ciudad con plenitud de derechos?

–Trato de no pensar en términos abstractos cómo sería una ciudad que respetara el derecho de protesta. Creo que los derechos de este tipo se conquistan a través de la lucha así que lo que imagino es que la gente empezará a luchar por sus derechos para construir la ciudad de un modo diferente.