Formación MPT Blog

Análisis de las situaciones. Correlaciones de fuerzas.

Posted in Textos de Interes para la formación by formacionmpt on octubre 13, 2009

Análisis de las situaciones. Correlaciones de fuerzas.

El estudio de cómo hay que analizar las «situaciones» o sea, de cómo hay que establecer los diversos grados de correlaciones de fuerzas, puede prestarse a una exposición elemental de ciencia y arte políticos, entendida como un conjunto de cánones prácticos de investigación y de observaciones particulares útiles para despertar el interés por la realidad de hecho y para suscitar intuiciones políticas más rigurosas y vigorosas. Al mismo tiempo hay que exponer lo que se debe entender en política por estrategia y por táctica, por «plan» estratégico, por propaganda y por agitación, por orgánica, o ciencia de la organización y de la administración en política.

Los elementos de observación empírica que comúnmente se exponen en confusión en los tratados de ciencia política (se puede tomar como ejemplar la obra de G. Mosca, Elementi di scienza politica) tendrían que situarse, en la medida en que no sean cuestiones abstractas o en el aire, en los varios grados de correlaciones de fuerzas, empezando por las correlaciones de las fuerzas internacionales (en esta sección habría que colocar las notas escritas acerca de lo que es una gran potencia, las agrupaciones de Estados en sistemas hegemónicos y, por tanto, acerca del concepto de independencia y de soberanía por lo que hace a las potencias pequeñas y medias), para pasar a las correlaciones objetivas sociales, o sea, al grado de desarrollo de las fuerzas productivas, a las correlaciones de fuerza política y de partido (sistemas hegemónicos en el interior de los Estados) y a las correlaciones políticas inmediatadas (o sea, potencialmente militares).

Las relaciones internacionales, ¿son (lógicamente) anteriores o posteriores a las correlaciones sociales fundamentales? Posteriores, sin duda. Toda innovación orgánica en la estructura modifica orgánicamente las correlaciones absolutas y relativas en el campo internacional, a través de sus expresiones técnico-militares. También la posición geográfica de un Estado nacional es posterior y no anterior (lógicamente) a las innovaciones estructurales, aunque reaccione sobre ellas en cierta medida (precisamente en la medida en la cual las superestructuras reaccionan sobre la estructura, la política sobre la economía, etc.). Por otra parte, las relaciones internacionales reaccionan pasiva y activamente sobre las correlaciones políticas (de hegemonía de los partidos). Cuanto más subordinada está la vida económica inmediata de una nación a las relaciones internacionales, tanto más representa un partido esa situación y la aprovecha para impedir la llegada de los partidos adversarios al poder (recuérdese el famoso discurso de Nitti sobre la Revolución italiana técnicamente imposible). Desde esa serie de hechos se puede llegar a la conclusión de que a menudo el llamado «partido del extranjero» no es precisamente el que se indica como tal, sino el partido más nacionalista, el cual, en realidad, más que representar las fuerzas vitales del país, representa la subordinación y sometimiento económico a las naciones o a un grupo de naciones hegemónicas *.

* Una alusión a este elemento internacional «represivo» de las energías internas se encuentra en los artículos publicados por G Volpe en el Corriere della Sera del 22 y el 23 de marzo de 1932.

El problema de las relaciones entre la estructura y las superestructuras es el que hay que plantear y resolver exactamente para llegar a un análisis acertado de las fuerzas que operan en la historia de un cierto período, y para determinar su correlación. Hay que moverse en el ámbito de dos principios: 1) el de que ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes, o no estén, al menos, en vías de aparición o desarrollo; 2) el de que ninguna sociedad se disuelve ni puede ser sustituida si primero no ha desarrollado todas las formas de vida implícitas en sus relaciones *. De la reflexión sobre esos dos cánones se puede llegar al desarrollo de toda una serie de otros principios de metodología histórica. Por de pronto, en el estudio de una estructura hay que distinguir entre los movimientos orgánicos (relativamente permanentes) y los movimientos que pueden llamarse «de coyuntura» (y que se presentan como ocasionales, inmediatos, casi accidentales). Los fenómenos de coyuntura dependen también, por supuesto, de movimientos orgánicos, pero su significación no tiene gran alcance histórico; producen una crítica política minuta, al día, que afecta a pequeños grupos dirigentes y a las personalidades inmediatamente responsables del poder. Los fenómenos orgánicos producen una crítica histórico-social que afecta a las grandes agrupaciones, más allá de las personas inmediatamente responsables y más allá del personal dirigente. Al estudiar un período histórico se presenta la gran importancia de esta distinción. Se tiene, por ejemplo, una crisis que a veces se prolonga durante decenios. Esa excepcional duración significa que se han revelado en la estructura contradicciones insanables (las cuales han llegado a madurez), y que las fuerzas políticas que actúan positivamente para la conservación y la defensa de la estructura misma se esfuerzan por sanarlas y superarlas dentro de ciertos límites. Esos esfuerzos incesantes y perseverantes (puesto que ninguna forma social confesará nunca que está superada) constituyen el terreno de lo «ocasional», en el cual se organizan las fuerzas antagónicas que tienden a demostrar (demostración que, en último análisis, sólo se consigue y es «verdadera» si se convierte en nueva realidad, si las fuerzas antagónicas triunfan, pero que en lo inmediato se desarrolla a través de una serie de polémicas ideológicas, religiosas, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., cuya concreción puede estimarse por la medida en la que consiguen ser convincentes y alteran la disposición preexistente de las fuerzas sociales) que existen ya las condiciones necesarias y suficientes para que puedan, y por tanto deban, resolver históricamente determinados problemas («deban», porque todo incumplimiento del deber histórico aumenta el desorden existente y prepara catástrofes más graves).

* «Una formación social no perece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas para las cuales es aún suficiente y nuevas y más altas relaciones de producción hayan ocupado su lugar, ni antes de que las condiciones materiales de existencia de estas últimas hayan germinado en el seno mismo de la vieja sociedad. Por eso la humanidad se plantea siempre y sólo las tareas que puede resolver; si se observan las cosas atentamente, se hallará siempre que la tarea misma no surge sino donde las condiciones materiales de su solución existen ya, o se encuentran al menos en proceso de formación» (MARX, Introducción a la Crítica de la economía política),

El error en que a menudo se cae en los análisis histórico-políticos consiste en no saber hallar una relación justa entre lo que es orgánico y lo que es ocasional: así se llega a exponer como inmediatamente activas causas que lo son, en cambio, mediatamente, o a afirmar que las causas inmediatas son las causas eficientes únicas; en el primer caso se tiene el exceso de «economicismo» o de doctrinarismo pedante; en el otro, el exceso de «ideologismo»; en un caso se sobrestiman las causas mecánicas, en el otro se exalta el elemento individualista e individual. La distinción entre «movimientos» y hechos orgánicos y movimientos y hechos «coyunturales» u ocasionales tiene que aplicarse a todos los tipos de situación, no sólo a aquellos en los cuales ocurre un desarrollo regresivo o de crisis aguda, sino también a aquellos otros en los cuales se verifica un desarrollo progresivo y de prosperidad, así como a los de estancamiento de las fuerzas productivas. Difícilmente se establecerá de un modo exacto el nexo dialéctico entre los dos órdenes de movimiento y, por tanto, de investigación; y si el error es ya grave en la historiografía, lo será aún más en el arte político, cuando no se trata de reconstruir la historia pasada, sino de construir la presente y la futura *; los propios deseos y las propias pasiones inferiores son la causa del error, porque sustituyen al análisis objetivo e imparcial, y eso ocurre no como «medio» consciente para estimular la acción, sino como autoengaño. También en este caso muerde la víbora al charlatán, o sea, el demagogo es la primera víctima de su demagogia.

Estos criterios metodológicos pueden cobrar visible y didácticamente toda su significación cuando se aplican al examen de hechos históricos concretos. Podría hacerse útilmente para los acontecimientos ocurridos en Francia entre 1789 y 1870. Me parece que, para mayor claridad de la exposición, es necesario abarcar todo ese período. Pues, efectivamente, sólo en 1870-71, con el intento de la Comuna, se agotan históricamente todos los gérmenes nacidos en 1789, o sea, no sólo que la nueva clase que lucha por el poder derrota a los representantes de la vieja sociedad que no quiere confesarse decididamente superada, sino que además derrota a los grupos novísimos que consideran ya superada la nueva estructura nacida de la transformación iniciada en 1789, y así prueba que es vital frente a lo viejo y frente a lo novísimo. Además, en 1870-71 pierde eficacia el conjunto de principios de estrategia y táctica política nacidos prácticamente en 1789 y desarrollados ideológicamente en torno al 48 (los que se resumen en la fórmula de la «revolución permanente»; sería interesante estudiar qué parte de esa fórmula pasó a la estrategia de Mazzini –por ejemplo, por lo que hace a la insurrección de Milán de 1853–, y si ello ocurrió conscientemente o no). Un elemento que muestra el acierto de este punto de vista es el hecho de que los historiadores no están nada concordes (y es imposible que lo estén) al fijar los límites del grupo de acontecimientos que constituye la Revolución francesa. Para algunos (Salvemini, por ejemplo), la Revolución se consuma en Valmy: Francia ha creado el nuevo Estado y ha sabido organizar la fuerza político-militar que afirma y defiende la soberanía territorial del mismo. Para otros, la Revolución continúa hasta Termidor, y hasta hablan de varias revoluciones (el 10 de agosto sería una revolución independiente, etc.) **. El modo de interpretar Termidor y la obra de Napoleón ofrece las contradicciones más ásperas: ¿se trata de revolución o de contrarrevolución? Para otros, la historia de la Revolución continúa hasta 1830, 1848, 1870 e incluso hasta la Guerra Mundial de 1914. Hay una parte de verdad en cada uno de esos modos de ver las cosas. Realmente las contradicciones internas de la estructura social francesa que se desarrollan a partir de 1789 no encuentran una composición relativa hasta la tercera República, y entonces Francia tiene sesenta años de vida política equilibrada después de ochenta de agitaciones de onda cada vez más larga: 1789, 1794, 1799, 1804, 1815, 1830, 1848, 1870. Precisamente el estudio de esas «ondas» de diversa oscilación permite reconstruir las relaciones entre la estructura y las superestructuras, por una parte, y, por otra, entre el desarrollo del movimiento orgánico y el movimiento coyuntural de la estructura. Puede decirse, por de pronto, que la mediación dialéctica entre los dos principios metodológicos enunciados al comienzo de este apunte se puede descubrir en la fórmula político-histórica de la revolución permanente.

* El no haber considerado el momento inmediato de las «correlaciones» de fuerza está relacionado con los residuos de la concepción liberal vulgar, de la cual es una manifestación el sindicalismo que creía ser más adelantado mientras estaba dando un paso atrás. La concepción liberal vulgar, en efecto, al dar importancia a la correlación de las fuerzas políticas organizadas en las varias formas de partidos (lectores de periódicos, elecciones parlamentarias y locales, organizaciones de masa de los partidos y de los sindicatos en sentido estricto), estaba más adelantada que el sindicalismo, el cual concedía importancia primordial a la relación fundamental económico-social y sólo a ella. La concepción liberal vulgar tenía en cuenta implícitamente también esa relación (como se manifiesta en tantos indicios), pero insistía más en la correlación de las fuerzas políticas, que era expresión de la otra, y, en realidad, la contenía. Estos residuos de la concepción liberal vulgar se pueden identificar en toda una serie de estudios que se consideran dependientes de la filosofía de la práctica y han producido formas infantiles de optimismo y de estupidez,

** Cfr. La Révolution française, de A. Mathiez, en la colección A. Colin

La cuestión que suele llamarse de las correlaciones de fuerza es un aspecto del mismo problema. A menudo se lee, en las narraciones históricas, la expresión genérica «correlaciones de fuerzas favorables, desfavorables a tal o cual tendencia». Así, abstractamente, esta formulación no explica nada, o casi nada, porque se limita a repetir el hecho que hay que explicar, presentándolo una vez como hecho y otra como ley abstracta y como explicación. El error teórico consiste, pues, en dar un canon de investigación y de interpretación como si él fuera la «causa histórica».

En la «correlación de fuerzas» hay que distinguir, por de pronto, varios momentos o grados, que son fundamentalmente éstos:

1) Una correlación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres, y que puede medirse con los sistemas de las ciencias exactas o físicas. Sobre la base del grado de desarrollo de las fuerzas materiales de producción se tienen las agrupaciones sociales, cada una de las cuales representa una función y ocupa una posición dada en la producción misma. Esta correlación existe, simplemente: es una realidad rebelde; nadie puede modificar el número de las empresas o de sus empleados, el número de las ciudades con la correspondiente población urbana, etc. Esta división estratégica fundamental permite estudiar si en la sociedad existen las condiciones necesarias y suficientes para una transformación, o sea, permite controlar el grado de realismo y de actuabilidad de las diversas ideologías nacidas en su mismo terreno, en el terreno de las contradicciones que la división ha engendrado durante su desarrollo.

2) Un momento ulterior es la correlación de las fuerzas políticas, esto es: la estimación del grado de homogeneidad, de autoconciencia y de organización alcanzado por los varios grupos sociales. Este momento puede analizarse a su vez distinguiendo en él varios grados que corresponden a los diversos momentos de la conciencia política colectiva tal como se han manifestado hasta ahora en la historia. El primero y más elemental es el económico-corporativo: un comerciante siente que debe ser solidario con otro comerciante, un fabricante con otro fabricante, etc., pero el comerciante no se siente aún solidario con el fabricante; o sea: se siente la unidad homogénea y el deber de organizarla, la unidad del grupo profesional, pero todavía no la del grupo social más amplio. Un segundo momento es aquel en el cual se conquista la conciencia de la solidaridad de intereses de todos los miembros del grupo social, pero todavía en el terreno meramente económico. Ya en este momento se plantea la cuestión del Estado, pero sólo en el sentido de aspirar a conseguir una igualdad jurídico-política con los grupos dominantes, pues lo que se reivindica es el derecho a participar en la legislación y en la administración, y acaso el de modificarlas y reformarlas, pero en los marcos fundamentales existentes. Un tercer momento es aquel en el cual se llega a la conciencia de que los mismos intereses corporativos propios, en su desarrollo actual y futuro, superan el ambiente corporativo, de grupo meramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más estrictamente política, la cual indica el paso claro de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas; es la fase en la cual las ideologías antes germinadas se hacen «partido», chocan y entran en lucha, hasta que una sola de ellas, o, por lo menos, una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de los fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no ya en un plano corporativo, sino en un plano «universal», y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados. El Estado se concibe, sin duda, como organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables a la máxima expansión de ese grupo; pero ese desarrollo y esa expansión se conciben y se presentan como la fuerza motora de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías «nacionales», o sea: el grupo dominante se coordina concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados, y la vida estatal se concibe como un continuo formarse y superarse de equilibrios inestables (dentro del ámbito de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados, equilibrios en los cuales los intereses del grupo dominante prevalecen, pero hasta cierto punto, no hasta el nudo interés económico-corporativo.

En la historia real esos momentos se implican recíprocamente, horizontal y verticalmente, por así decirlo, o sea, según las actividades económicas sociales (horizontales) y según los territorios (verticales), combinándose y escindiéndose por modos varios; cada una de esas combinaciones puede representarse en una propia expresión organizada económica y política. Pero aún hay que tener en cuenta que con esas relaciones internas de un Estado-nación se entrelazan las relaciones internacionales, creando nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología nacida en un país desarrollado se difunde en países menos desarrollados, incidiendo en el juego local de combinaciones *.

* La religión, por ejemplo, ha sido siempre una fuente de esas combinaciones ideológico-políticas nacionales e internacionales, y, con la religión, también las demás formaciones internacionales, la masonería, el Rotary Club, los hebreos, la diplomacia de carrera, que sugieren expedientes políticos de orígenes históricos diversos y los llevan al triunfo en determinados países, funcionando como partido político internacional que actúa en cada nación con todas sus fuerzas internacionales concentradas; una religión, masonería, el Rotary, los hebreos, etc., pueden incluirse en la categoría «intelectuales», cuya función consiste, a escala internacional, en mediar entre los extremos, «socializar» los hallazgos técnicos que permiten funcionar a las actividades de dirección, arbitrar compromisos y vías de salida entre las soluciones extremas.

Esta correlación entre fuerzas internacionales y fuerzas nacionales se complica todavía más por la existencia, dentro de cada Estado, de numerosas secciones territoriales de varia estructura y diversas correlaciones de fuerzas de todos los grados (así, por ejemplo, la Vendée estaba aliada con las fuerzas internacionales reaccionarias y las representaba en el seno de la unidad territorial francesa, y Lyón representaba, en la Revolución, un particular nudo de correlaciones, etc.).

3) El tercer momento es el de la correlación de las fuerzas militares, que es el inmediatamente decisivo en cada caso. (El desarrollo histórico oscila constantemente entre el primer y el tercer momento, con la mediación del segundo.) Pero tampoco éste es indistinto ni identificable inmediatamente de una forma esquemática, sino que también en él se pueden distinguir dos grados: el militar en sentido estricto, o técnico-militar, y el grado que puede llamarse político-militar. En el desarrollo de la historia esos dos grados se han presentado con una gran variedad de combinaciones. Un ejemplo típico, que puede servir como paradigma-límite, es el de la relación de opresión militar de un Estado sobre una nación que esté intentando conseguir su independencia estatal. La relación no es puramente militar, sino político-militar, y, efectivamente, un tipo de opresión así sería inexplicable sin el estado de disgregación social del pueblo oprimido y sin la pasividad de su mayoría; por tanto, no podrá conseguirse la independencia con fuerzas puramente militares, sino que harán falta fuerzas militares y político-militares. Pues si la nación oprimida tuviera que esperar, para empezar la lucha por la independencia, a que el Estado hegemónico le permitiera organizarse su propio ejército en el sentido estricto y técnico de la palabra, podría echarse a dormir (puede ocurrir que la reivindicación de contar con un propio ejército sea admitida por la nación hegemónica, pero eso significará que una gran parte de la lucha habrá sido ya combatida y ganada en el terreno político-militar). La nación oprimida opondrá, por tanto, inicialmente a la fuerza militar hegemónica una fuerza sólo «político militar», esto es, le opondrá una forma de acción política que tenga la virtud de determinar reflejos de carácter militar, en el sentido: 1) de que tenga eficacia suficiente para disgregar íntimamente la eficacia bélica de la nación hegemónica, y 2) que obligue a la fuerza militar hegemónica a diluirse y dispersarse por un gran territorio, anulando así su eficacia bélica. En el Risorgimento italiano puede observarse la desastrosa falta de dirección político-militar, especialmente en el Partito d’Azione (por incapacidad congénita), pero también en el partido piamontés-moderado, igual antes que después de 1848, y no por incapacidad, ciertamente, sino por «maltusianismo económico-político», o sea, porque no quería aludir siquiera a la posibilidad de una reforma agraria ni convocar una asamblea nacional constituyente, sino que tendía simplemente a conseguir que la monarquía piamontesa se extendiera por toda Italia sin condiciones ni limitaciones de origen popular, con la mera sanción de los plebiscitos regionales.

Otra cuestión relacionada con las anteriores consiste en ver si las crisis históricas fundamentales están determinadas inmediatamente por las crisis económicas. La respuesta a esta cuestión está implícitamente contenida en los párrafos anteriores, donde se tratan cuestiones que son otra manera de presentar la ahora suscitada; pero siempre es necesario, por razones didácticas y dado el público particular, examinar cada modo de presentarse una misma cuestión, como si fuera un problema independiente y nuevo. Puede excluirse que las crisis económicas inmediatas produzcan por sí mismas acontecimientos fundamentales; sólo pueden crear un terreno más favorable para la difusión de ciertos modos de pensar, de plantear y de resolver las cuestiones que afectan a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal. Por lo demás, todas las afirmaciones relativas a los períodos de crisis o de prosperidad pueden provocar juicios unilaterales. En su compendio de historia de la Revolución francesa, Mathiez, oponiéndose a la historia vulgar tradicional que «descubre» apriorísticamente una crisis en coincidencia con las grandes rupturas del equilibrio social, afirma que hacia 1789 la situación económica era más bien buena en lo inmediato, por lo cual no se puede decir que la catástrofe del Estado absoluto se haya debido a una crisis de pauperización. Hay que observar que el Estado estaba sometido a una crisis financiera mortal, por lo que se planteaba la cuestión de cuál de los tres órdenes sociales privilegiados iba a tener que soportar los sacrificios y los pesos inevitables para poner de nuevo a flote las haciendas estatal y real. Además, aunque la posición económica de la burguesía era sin duda floreciente, no ocurría, por supuesto, lo mismo por lo que hace a la situación de las clases populares de la ciudad y del campo, las últimas de las cuales estaban atormentadas por una miseria endémica. En cualquier caso, la ruptura del equilibrio de fuerzas no ocurrió por causas mecánicas inmediatas de pauperización del grupo social que estaba interesado en romper el equilibrio y que de hecho lo rompió, sino que ocurrió en el marco de conflictos superiores al mundo económico inmediato, relacionados con el «prestigio» de clase (intereses económicos futuros) y con una exasperación del sentimiento de independencia, de autonomía y de poder. La particular cuestión del malestar o bienestar económico como causa de nuevas realidades históricas es un aspecto parcial del problema de la correlación de fuerzas en sus varios grados. Pueden producirse novedades ya porque una situación de bienestar quede amenazada por el nudo egoísmo de un grupo adversario, ya porque el malestar se haya hecho intolerable y no se vea en la vieja sociedad ninguna fuerza capaz de mitigarlo y de restablecer una normalidad con medios legales. Por tanto, se puede decir que todos esos elementos son manifestación concreta de las fluctuaciones de coyuntura del conjunto de las correlaciones sociales de fuerza, en cuyo terreno se produce el paso de esas correlaciones sociales a correlaciones políticas de fuerza, para culminar en las correlaciones militares decisivas.

Si ese proceso de desarrollo se detiene en un determinado momento (y se trata esencialmente de un proceso que tiene por actores a los hombres, a la voluntad y la capacidad de los hombres), la situación dada es inactiva y pueden producirse conclusiones contradictorias: la vieja sociedad resiste y se asegura un período de «respiro», exterminando físicamente a la élite adversaria y aterrorizando a las masas de reserva; o bien se produce la destrucción recíproca de las fuerzas en conflicto, con la instauración de la paz de los cementerios, que puede incluso estar bajo la vigilancia de un centinela extranjero.

Pero la observación más importante que hay que hacer a propósito de todo análisis concreto de las correlaciones de fuerzas es la siguiente: que esos análisis no pueden ni deben ser fines de sí mismos (a menos que se esté escribiendo un capítulo de historia pasada), sino que sólo cobran significación si sirven para justificar una actividad práctica, una iniciativa de la voluntad. Los análisis muestran cuáles son los puntos de menor resistencia a los que pueden aplicarse con más fruto las fuerzas de la voluntad, sugieren las operaciones tácticas inmediatas, indican cómo se puede plantear mejor una campaña de agitación política, qué lenguaje será mejor comprendido por las muchedumbres, etcétera. El elemento decisivo de toda situación es la fuerza permanentemente organizada y predispuesta desde mucho tiempo antes, la cual puede ser lanzada hacia adelante cuando se juzga que una situación es favorable (y será favorable sólo en la medida en que exista una fuerza así y esté llena de ardor combativo); por eso la tarea esencial consiste en curarse sistemática y pacientemente de formar, desarrollar, homogeneizar cada vez más y hacer cada vez más compacta y consciente de sí misma a esa fuerza. Esto se comprueba en la historia militar y en la atención con la cual se ha preparado siempre a los ejércitos para empezar una guerra en cualquier momento. Los grandes Estados han sido grandes precisamente porque estaban en cualquier momento preparados para intervenir eficazmente en las coyunturas internacionales favorables, y éstas eran favorables para ellos porque los grandes Estados tenían la posibilidad concreta de insertarse eficazmente en ellas. (C. XXX; M. 40-50; son dos apuntes.)

*

A propósito de las comparaciones entre los conceptos de guerra de movimiento y guerra de posición en el arte militar y los conceptos correlativos en el arte político, hay que recordar el librito de Rosa [148 Rosa Luxemburg, La huelga general.], traducido al italiano en 1919 por C. Alessandri (tradujo del francés).

En el librito se teorizan un poco precipitada y hasta superficialmente las experiencias históricas de 1905: pues Rosa descuidó los elementos «voluntarios» y organizativos que en aquellos acontecimientos fueron mucho más numerosos y eficaces de lo que ella tendía a creer, por cierto prejuicio suyo «economicista» y espontaneista. De todos modos, ese librito (y otros ensayos de la misma autora) es uno de los documentos más significativos de la teorización de la guerra de movimiento aplicada al arte político. El elemento económico inmediato (crisis, etcétera) se considera como la artillería de cerco que abre en la guerra una brecha en la defensa enemiga, rotura suficiente para que las tropas propias irrumpan dentro y obtengan un éxito definitivo (estratégico) o, por lo menos, un éxito importante según la orientación de la línea estratégica. Como es natural, en la ciencia histórica la eficacia del elemento económico inmediato se considera mucho más compleja que la de la artillería pesada en la guerra de maniobra o movimiento, porque este elemento se concebía como origen de un efecto doble: 1) el de abrir brecha en la defensa enemiga tras haber desorganizado al enemigo mismo, haciéndole perder la confianza en sí, en sus fuerzas y en su porvenir; 2) el de organizar vertiginosamente las tropas propias, crear los cuadros o, por lo menos, poner inmediatamente en su puesto de encuadramiento de las tropas dispersas a los cuadros propios (elaborados hasta entonces por el proceso histórico general); 3) el de crear inmediatamente la concentración ideológica de identidad con la finalidad buscada. Era ésta una forma de férreo determinismo economicista, con el agravante de que sus efectos se creían rapidísimos en el tiempo y en el espacio; por eso se trataba de un misticismo histórico propiamente dicho, expectativa de una especie de fulguración milagrosa.

La observación del general Krasnov en su novela, según la cual la Entente (que no deseaba una victoria de la Rusia imperial para que no se resolviera definitivamente a favor del zarismo la cuestión oriental) impuso al Estado Mayor ruso la guerra de trincheras (absurda, dada la enorme extensión del frente desde el Báltico al Mar Negro, con grandes zonas pantanosas y de bosque), mientras que la única posibilidad era la guerra de maniobra, es una afirmación pura y simplemente estúpida. En realidad el ejército ruso intentó la guerra de movimiento y de rotura del frente, sobre todo en el sector austriaco (pero también en la Prusia oriental), y tuvo éxitos brillantísimos, aunque efímeros. La verdad es que no se puede elegir la forma de guerra que se quiere practicar, a menos que uno tenga desde el primer momento una superioridad aplastante sobre el enemigo, y son sabidas las enormes pérdidas que costaron la obstinación de los Estados Mayores en no reconocer que la guerra de posiciones quedaba «impuesta» por la correlación general de las fuerzas en pugna. Pues la guerra de posiciones no consta sólo, en efecto, de las trincheras propiamente dichas, sino de todo el sistema organizativo e industrial del territorio que se encuentra a espaldas del ejército de combate, y la imponen especialmente el tiro rápido de los cañones, de las ametralladoras, de los mosquetones, y la concentración de armas en un determinado punto, así como la abundancia de suministro, que permite sustituir rápidamente el material perdido a raíz de un hundimiento del frente y una retirada. Otro elemento es la gran masa de hombres que intervienen en las formaciones de primera línea, de valor muy desigual y que, precisamente por eso, tienen que actuar como masa. Así se ha visto cómo en el frente oriental una cosa era irrumpir en el sector alemán y otra irrumpir en el austriaco, y que incluso en el sector austriaco, una vez reforzado por tropas alemanas elegidas y mandado por alemanes, la táctica de asalto se saldó con un desastre. Lo mismo se vio en la guerra polaca de 1920, cuando el avance que parecía irresistible fue detenido ante Varsovia por el general Weygand al llegarse a la línea mandada por oficiales franceses. Los mismos técnicos militares, ahora obsesionados por la guerra de posición igual que antes lo estaban por la de movimiento, niegan que este tipo tenga que considerarse eliminado de la ciencia de la guerra; sólo que en las guerras entre los Estados más adelantados industrialmente y en civilización, la guerra de movimiento tiene que considerarse como reducida ya a una función táctica más que estratégica, o sea, a la posición en que antes se encontraba la guerra de asedio respecto de la de maniobra.

La misma reducción hay que practicar en el arte y en la ciencia de la política, al menos por lo que hace a los Estados más adelantados, en los cuales la «sociedad civil» se ha convertido en una estructura muy compleja y resistente a los «asaltos» catastróficos del elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etc.): las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras de la guerra moderna. Así como en ésta ocurría que un encarnizado ataque artillero parecía haber destruido todo el sistema defensivo del adversario, cuando en realidad no había destruido más que la superficie externa, de modo que en el momento del asalto los asaltantes se encontraban con una línea defensiva todavía eficaz, así también ocurre en la política durante las grandes crisis económicas; ni las tropas asaltantes pueden, por efecto mero de la crisis, organizarse fulminantemente en el tiempo y en el espacio ni –aun menos– adquieren por la crisis espíritu agresivo, y en el otro lado, los asaltados no se desmoralizan ni abandonan las defensas, aunque se encuentren entre ruinas, ni pierden la confianza en su propia fuerza y en su propio porvenir. Es verdad que las cosas no quedan como estaban antes de la crisis económica, pero no se tiene ya el elemento de rapidez, de aceleración de tiempo, de marcha progresiva definitiva, como lo esperarían los estrategas del cadornismo político [149].

149 El general Cadorna fue el jefe del Estado Mayor del Ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial. La crítica militar posterior ha tendido a salvar las concepciones estratégicas del general, probablemente por motivos políticos. Gramsci aplica el término «cadornismo político» a la visión mística, extremista y economicista de la huelga general porque se atiene, verosímilmente, a la estimación popular de la estrategia de Cadorna como una irresponsable expectativa, a la vez eufórica e inerme, de la autodestrucción (batalla de Caporetto).

El último hecho de este tipo en la historia de la política han sido los acontecimientos de 1917. Ellos han marcado un giro histórico decisivo en el arte y en la ciencia de la política. Se trata, pues, de estudiar con «profundidad» cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa de la guerra de posición. Se escribe aquí intencionadamente «con profundidad», porque esas cuestiones han sido ya estudiadas, pero desde puntos de vista superficiales y triviales, al modo cómo ciertos historiadores del vestido estudian las extravagancias de la moda femenina, o bien desde un punto de vista «racionalista», o sea, con la convicción de que ciertos fenómenos se destruyen en cuanto que se explican «con realismo», como si fueran supersticiones populares (las cuales, por lo demás, tampoco se destruyen con sólo explicarlas). (C. XXX; M. 65-67.)

www.gramsci.org.ar